sobrevolar montañas – Popocatépetl

Nunca tendré suficiente: sobrevolar montañas es uno de los momentos fugaces, difíciles de lograr – pero milagrosos cada vez que se vuelven a dar. Nunca son seguros: basta que el puesto en el avión sea sobre un ala, que uno no consiga ventanilla, que haya demasiadas nubes, que el avión salga tarde y vuele de noche para que la promesa increíble de ver montañas no se cumpla. Por eso cuando sucede [cuando aparece la Cordillera Blanca de Huaraz al volar de Bogotá a Lima, o la gigantesca puna de Bolivia al volar de Buenos Aires a Bogotá, o el Illimani (gigantesco, parece un monte de otro planeta más grande) al volar de Lima a São Paulo … o la espina dorsal de Aotearoa o los montes de Alaska o los siempre postalescos Alpes de Suiza (almanaque de panadería bogotana), o las montañas un poco salvajes del Peloponeso – o simplemente el Nevado del Tolima o la Sierra del Cocuy al salir de Bogotá o la Sierra Nevada al aterrizar en Santa Marta] aprovecho el milagro.

Recuerdo mucho una broma pesada que nos gastó un piloto venezolano en Mérida una vez, hace dos décadas, cuando volar todavía era medio informal. Mientras uno está en Mérida está constantemente abrumado por la cordillera: como tener el Cocuy a la distancia de Monserrate en Bogotá. Los picos de Mérida (el más alto se llama, oh sorpresa, Pico Bolívar) están a 5000 msnm, la ciudad está a la altura de Medellín, y uno todo el tiempo está pendiente de los picos: si amanecieron con más nieve, si se va a poder usar el teleférico. Es una presencia casi angustiante por las dimensiones absurdas de la cordillera allá. Al salir hacia Caracas, el avión debe buscar el único hueco entre los picos – como salir del Olaya en Medellín pero con montes 3000 metros más altos alrededor. El piloto (jovial venezolano, bromista) hablaba del pico tal a la izquierda, el pico tal a la derecha, que miráramos y disfrutáramos. Pero el pico Bolívar, el más alto de todos, estaba… de frente. Varios pasajeros nos pusimos nerviosos: estábamos volando directo hacia el Bolívar. Por unos segundos eternos callamos y preguntábamos a los pasajeros del otro lado “¿ustedes lo ven?” (“no, ¿y ustedes?”). Luego giró bruscamente y el piloto rió y dijo “ajá, tranquilos, ahora sí lo pueden ver”. Una escena impensable en los vuelos hoy en día.

Ya sé que si uno sale de Ciudad de México hacia Bogotá y tiene ventanilla del lado izquierdo (y está de buenas y no hay nubes y es de día y…) uno puede ver esa cadena mágica de volcanes nevados – el eje volcánico central, lo llaman allá. El Popocatépetl, el Iztaccíhuatl, a lo lejos el Orizaba, el más alto, y un montón de picachos de 4500 metros que definen completamente el espacio central mexicano. El Popocatépetl, que está tan cercano a la Ciudad de México pero casi nunca se puede ver – y sin embargo arroja de vez en cuando ceniza densa y pegajosa sobre la ciudad entera, aparece al despedirse, como recordándole a uno que finalmente es la razón principal por la cual apareció esa ciudad de lagos y canales y hoy paseos e insurgentes.

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