Hay una exposición muy poderosa en este momento en el Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia: Óscar Murillo, Condiciones aún por titular.

La llegada a la exposición es un poco desconcertante. Aparecen trozos alargados de madera vieja, con marcas de destrozo y violencia, erguidos en el parque externo al museo, en la entrada y en la plazoleta central. Vistos de lejos evocan cadalsos, guillotinas. Las trazas de posibles incendios dan una impresión de caos, destrucción, guerra, horror. Otros trozos están regados por el suelo; al mirarlos más de cerca se revelan como bancas de iglesia, con extremos tallados y con entalles que marcan los diferentes puestos de congregantes de otro momento.











Y efectivamente, un letrero explica que son restos de bancas de iglesias católicas que fueron cerradas en Holanda durante el siglo XIX como producto de algún edicto de la historia de guerras de religión de ese país, remoto en el tiempo pero con trazas que surgieron de repente en un espacio cultural de un altiplano a más de nueve mil kilómetros de distancia.
La reacción inicial es de desconcierto. ¿Por qué bancas de iglesia de Holanda aquí? ¿Por qué el catolicismo víctima de intolerancia, traído a un país donde el catolicismo ha sido cercano justamente a quienes han perpetrado otras intolerancias? Y luego, la pregunta más apremiante (al menos para mí): ¿por qué esas trazas de guerras remotas en el tiempo, de espacios lejanísimos, termina sintiéndose tan relevante para nuestro momento actual local? ¿Qué nos dicen esos palos destrozados, esos fragmentos que parecen los de un barco después de un tsunami, esos cadalsos armados en plena plaza del museo a partir de bancas de iglesia católica destrozada en Holanda hace dos siglos?
Esa es una primera pregunta: una aparente incoherencia de tiempo/lugar, que termina evocando de manera muy contundente nuestro siglo XXI colombiano: sus masacres, sus intolerancias, sus intentos fallidos, sus dolores.
Luego ve uno unas trincheras tajadas en el prado del museo. Una obra aparentemente muy sencilla, pero poderosísima tal vez justamente por su limpieza visual/conceptual. Líneas trazadas en el pasto, de un metro de hondo, mini-trincheras donde uno puede caminar y ver las «olas» de las otras trincheras, del pasto. Un micro-paisaje casi bucólico en medio del museo, pero con la contundencia de la referencia a trincheras o fosas comunes.









Y un vidrio roto/quitado. Una ventana bellísima que da a las trincheras, y que parece un guiño a la famosa ventana de Marcel Breuer en el antiguo Whitney (ahora parte del Met) en Manhattan.

Murillo quitó el vidrio de esa ventana. Puede uno atravesarla, pasar del interior de una sala al exterior de trincheras, a través de un antiguo vidrio roto.

El interior de esa sala es algo emocionante. Varios lienzos paralelos para ver de cerca, armados durante varios años de manera fragmentaria por niños en 30 países; Murillo hizo ese proyecto de pedir a esos niños que dibujaran lo que quisieran. Luego rompió y cosió esas telas y pintó encima con acrílico azul y negro su propio trazo. El resultado es una reflexión espléndida sobre lo local/global, sobre la superposición de estratos mentales, sobre lo pequeño y lo grande, sobre lo infinitesimal y su integración. Globalmente, la obra es todo un haz matemático con ocho o diez fibras que podemos ver muy de cerca si así lo queremos. Al mirar las «fibras», los lienzos, las láminas podemos ver los «grafitis» de los niños. Bandas de rock, equipos de fútbol, esbozos de dibujos, letreros en varios idiomas (de los 30 países), una textura de pared de baño [ignoro qué tantos dibujos sexualizados habrá cubierto con sus trazos Murillo], pero sobre esta los trazos gruesos y espesos del acrílico azul y negro de Murillo, dando cierta coherencia y globalidad a la obra. Luego se aleja uno y ve las fibras/los lienzos de manera amplia, e integra mentalmente el todo a partir del trazo de Murillo, que parece saltar de lienzo a lienzo.

El conjunto genera una tensión muy peculiar entre querer ir a lo micro de nuevo después de ver lo macro, querer volver a los detalles infinitesimales de los grafitis después de ver la obra grande, y luego querer volver a salirse de ese mundo intrincado y acaso asfixiante y lograr mirada global. Un vaivén que se percibe inagotable.

























Un cuartico vedado por sillas acumuladas, y la luz que emana. Una mini-escultura.

Luego va uno a la sala principal del museo y se encuentra con despojos de las sillas/cadalsos, y lienzos negros gigantes. El piso del museo arrancado, el cemento crudo bajo los pies, la pintura cayéndose de los techos. Videos con voces que parecen evocar el sufrimiento de las masacres de Colombia de las últimas décadas, y un caos espacial brutal. Anda uno por un paisaje que evoca imágenes de los bombardeos rusos en Ucrania, o los bombardeos que ha fotografiado Jesús Abad Colorado en Colombia. De nuevo las bancas-cadalso, pero ya no escultóricas como en el patio externo; o por lo menos no necesariamente erguidas al aire. En el espacio interior se ven como ruinas apabulladas por masacres, destrozadas, partidas, vencidas.

















Es la parte más difícil (para mí) de absorber de la exposición. Me tocó ir tres veces para empezar a aguantar estar ahí.
Entre la poética extrema de las trincheras, lo escultórico/sorprendente de los cadalsos erectos en el patio central, la maravilla del haz matemático armado por niños de 30 países y Murillo mismo, la sutileza e inteligencia de la ventana «Breuer» rota y atravesable, el guiño sonrisa de la escultura de sillas y la brutalidad y crudeza de la sala principal, esta es una exposición realmente impresionante.
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