No es lo más frecuente del mundo llegar un domingo de caminata por Chapinero y encontrarse con un envío de libros, llegado desde Medellín. Y abrir el paquete y ver libros, tres libros que son uno y son tres, con formato sorprendente, alargado, y edición muy cuidada. Y luego, al ir leyéndolos, tratando de no acelerar demasiado para dejar durar el placer de la lectura, de las imágenes, de las preguntas, de las conversaciones, del fluir, descubrir que (¿otro ejemplo de sincronía?) parecen hablar con otros libros que uno anda leyendo (el Diapsálmata, y el Proust y los signos, entre otros…) en el mismo momento.

Esta vez fue así. Quedé muy emocionado con el escrito dedicado al amigo, al compañero de apartamento en la ciudad (que se siente familiar, un lugar chapineruno con hamburguesas de medianoche en alguna gasolinera abajo), el apartamento en las montañas.



El lugar de la promesa, de la cocina compartida, de los vasos que poco a poco se van rompiendo, de las voces, del hablar lento de la persona que les muestra el apartamento, de las voces escuchadas del amigo y su amiga, del trío tensado y la comida comprada y no comida, de las arepas en la nevera y los sobrados para nunca, de la presencia de unas montañas nunca descritas, nunca escaladas, pero siempre, absolutamente siempre, presentes como marco del mundo, marco del barrio.

De la música, de las músicas secretas escuchadas con audífonos, de la artista de la isla lejana vestida de cisne, del canto antiguo y nocturno de los animales evocados/invocados. De la música del copretérito y la noche que nunca fue presente pero es pasado iluminado, del estar en el tiempo feliz del co- amistad copretérito, del imperfecto (tan importante en muisca, marcado con sus hermosos sufijos -suka y -skwa), el pasado o presente incompleto.



Y de las bellísimas imágenes/collage evocadoras, fotos, recortes, dibujos, tazas, garabatos, costuras. Y la amiga del amigo, la conversación sobre «nada», el despropósito de las palabras hiladas.


Los tres libros son uno solo. La última página del primero es la primera del segundo, igual, y así sucesivamente. Están hechos para ser folleteados (¿existe ese verbo? no sé), como libros de láminas de mi infancia setentera, para ver muchas imágenes al tiempo. Y a la vez son un guiño explícito a temas que el autor, Simón Villegas, ha estudiado con dedicación y tiempo y mucho cariño: Bergson, Deleuze, el cono del tiempo, el presente y los pasados escalonados y reescalados y folleteados, el futuro que no es más que una intención larvada.

Ese futuro contenido en el título E irse. Yo no quería leerlo. Me daba tristeza leer el fin del apartamento en la montaña, el cierre, la partida del amigo a lugares lejanos, el regreso de Simón a Medellín. Aún así, sabía también que el futuro, el E irse estaba contenido completamente en el Llegar y el Estar, y que no habría sorpresas reales para mí, que ya sabía todo. El epílogo tiene un gran catálogo de cosas; esos catálogos que armamos después de las partidas de los amigos, de todo lo que hubo, de lo poco que podemos listar aún. El puff de los micropuffs, la mónada-puff y sus mil explosiones micro cuando se sienta a hacer siestas nuestro guía. La ropa, los olores, las hileras de zapatos, el look buscado diariamente, las noches divididas. La persiana verde que deja filtrar la luz chapineruna, pálida y muerta, las manchas entre las lamas desajustadas, como otra metáfora de ese tiempo de Bergson tan cercano y caro al autor.


Y el sinsabor del inventario, el catálogo [y la evocación de Don Giovanni ya por siempre atada a esa palabra] ya no de las 1003 conquistas «in Ispagna» sino de las infinitas pérdidas – los vasos rotos, la ropa regalada, la persiana abandonada, sus rayos de luz olvidados y reconvertidos, las páginas idas.





Y los tiempos, y el regreso.

Bien. ¡Mil gracias por esos tres/uno libros, por ese tiempo condensado y destilado y explotado y filtrado y modulado, Simón! (Y por el canto a la amistad, algo tan difícil de pescar por ahí…)
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