Cuitzeo, the lake, Tzintzuntzan, …

The first time I read about the Pátzcuaro lake it was in a novel by Álvaro Enrigue (I cannot remember the title; his novels all seem to mix up and make one big novel). Enrigue tells [in his usual oblique, mind-bending style] the story of a different conquest, the conquest and colonization of an area of Mexico with much less bloodshed (apparently) than in Tenoxtitlan, what is now Mexico City, the central Mexico valley: the conquest/colonization of the Purépecha territory, what’s now called Michoacán, centered in the Pátzcuaro lake, around Tzintzuntzan.

A network of villages around lakes, around the main lake of Pátzcuaro and some other lakes in the region (notably, Cuitzeo), apparently each devoted since the times of Vasco Quiroga (an apparently well-meaning colonizer; at least not a killer like most of them) to particular activities (one town to carpentry, one to carving, another to…), a language totally unrelated to Nahuatl and to any other Meso-American language, puzzling linguists, leading them to far-fetched theories (Purépecha would be related to far away quechua or even to remote muisca, according to some of them!), Pátzcuaro (and the whole of Michoacán) is one of those places where Spanish colonization seems to be still very much alive, very much going on.

Before reaching Pátzcuaro, we stopped along the Monastery route, in Cuitzeo. Here, some images.

Gente que camina – Bíita Kawéni i chajyʉ’ bejnit

La novela Bíita Kawéni i chajyʉ’ bejnit (Gente que camina) de Mariela Zuluaga es una de las obras más singulares y sorprendentes que he leído recientemente. La historia en principio es muy sencilla: Jeenbúdá’ (un joven nukak) atraviesa todo el departamento del Guaviare a pie, a través de la selva amazónica de esa región, en busca del rastro de sus familiares. Pero esa historia que en principio parecería muy directa en realidad se desenvuelve en varios planos superpuestos, como hojas de una superficie constantemente ramificada, en mil residuos y traslapes entre épocas antiguas y el presente de Jeenbúdá’ en su huida/búsqueda por la selva, entre el mundo de sus ancestros y de su formación inicial y el mundo de la Colombia contemporánea, entre los saberes acumulados y transmitidos y la consciencia de lo externo, de la colonización que continúa, y el conocimiento íntimo de esta.

Una novela de caminata a través de la selva evoca de inmediato la travesía de Arturo Cova en La Vorágine de hace ya casi un siglo, pero hasta ahí llegan las similitudes. Jeenbúdá’ no está entrando en lo desconocido como Cova: está, por el contrario, regresando a su mundo conocido después de una salida al mundo externo (no se sabe cuánto tiempo estuvo fuera, pero se sabe que fue en San José del Guaviare que conoció a una mujer rubia, una ka’wáde, como le dicen en idioma nukak a los «blancos» de fuera, a los colonos—se sabe además que estuvo un tiempo viviendo en Villavicencio y que incluso viajó una vez a la remota Bogotá). El regreso se inicia por alguna crisis de Jeenbúdá’ que lo hizo volver primero al resguardo de su familia en San José del Guaviare. Al llegar ahí, en el inicio de la novela, encuentra la casa quemada, rodeada de gente oficial, posiblemente militares, y escapa inmediatamente al ver que va a ser inyectado por unos enfermeros.

Al escapar del lugar quemado, Jeenbúdá’ sabe que debe buscar a sus familiares y se lanza a través de la selva, a través de un departamento tan grande como el Guaviare, hacia el sur-oriente. Poco a poco se va despojando de sus ropas de Villavicencio, de ka’wáde, y va re-aprendiendo los mil y mil detalles de la sabiduría aprendida en la infancia y heredada de sus ancestros.

La selva, efectivamente, es su gran casa, y Jeenbúdá’ como casi último miembro de una etnia nómada, una de las últimas del mundo, poco a poco recupera su saber. La novelista, Mariela Zuluaga, brilla al contar con lujo de detalles la manera como Jeenbúdá’ arma con bejucos su bolsa, se va desprendiendo y limpiando de su comida anterior y re-aprende a cazar micos churucos y a pescar, a preparar el curare y rescatar una cerbatana, a fabricar los dardos con palmas, a observar desde lo alto de los árboles la selva para orientarse, a pintarse el cuerpo para defenderse del acecho de los insectos, a ahumar su comida para conservarla.

Es realmente impresionante cómo a través de tantos detalles del modo de vida de los nukak la novelista logra de manera conmovedoramente convincente armar uno de los mundos de Jeenbúdá’, el mundo del nukak andante, el hombre que camina solo por la selva y no solo sobrevive sino vive plenamente y a sus anchas en ese mundo.

Pero tal vez una corrección es importante en este punto: en realidad, Jeenbúdá’ no se percibe a sí mismo como un hombre solo; claramente va acompañado de los espíritus de sus ancestros desde el mundo de arriba. Sus ancestros que en sueños le revelan o develan o recuerdan aspectos importantes de su caminar, cosas específicas que debe hacer o cuidar. Constantemente esa otra hoja de los recuerdos/sabiduría ancestral está con él. La escritora teje de manera magistral esas dos láminas de la historia de Jeenbúdá’ . Su padre muerto (por las balas, los dardos que queman) hace un tiempo al igual que su tío, su madre sabia (pero destrozada y envejecida en su recuerdo por el cambio a la dieta ka’wáde), sus abuelos que nunca se han ido del todo – todo eso hace creíble y veraz esa travesía por el Guaviare hacia el suroriente.

Una hoja (dolorosa de leer para quienes somos claramente parte del mundo que lleva la colonización brutal, así nosotros mismos no hagamos parte de ella) más: todo lo que Jeenbúdá’ aprendió en Villavicencio y San José del Guaviare, con su novia rubia de tacones altos y perfumes comprados en tiendas. Tiene celular y encendedor; conserva el celular dentro de la selva a pesar de la inutilidad absoluta de ese objeto, y conserva el encendedor por sentido de lo práctico hasta que este deja de funcionar. Tiene pantaloneta y camiseta, de las que se despoja gradualmente. Sus familiares a veces han hecho el oficio de raspar coca para los ka’wáde de la región, y conocen el mundo de los hombres blancos con trajes verdes como la selva, que se lanzan dardos que queman. Esa hoja que me parece dificilísima de tejer en el relato, pero es fundamental y da a Jeenbúdá’ una dimensión adicional muy importante. En un momento, el frío que siente por la fiebre le hace recordar su ida única a Bogotá, mucho más allá de los ríos, el lugar del frío.

Otra hoja, más difícil de atrapar, subyacente, consiste en cierto inframundo nukak que está al acecho y a veces genera desastres. De alguna manera se percibe la presencia de esa especie de infierno en el relato, y ayuda a explicar los miedos y las reacciones. Jeenbúdá’ salta como tigrillo de la selva ante ciertas amenazas, con un brinco que aprendió a dar en su infancia y formación.

Los ríos, la formación de cazadores y de escaladores de árboles de miembros fuertes, la descripción de la conquista de hombres a mujeres en el grupo humano, la visión de Bogotá y el mundo externo casi coherente con cierto punto de vista, es parte de una especie de paisaje de fondo permanente.

En la tercera parte de la novela aparece un plano de San José del Guaviare, ese poblado pequeño al borde de la selva donde estuvimos hace un mes, con su Avenida del Colono, sus bares y plaza con la Tarima de la Palabra… y el Río Guaviare siempre presente. De alguna manera el plano hace parte integral del relato. No solo hay momentos importantes de la vida de Jeenbúdá’ ahí en ese poblado, sino que de alguna manera simbólica es en la novela (y en la realidad) el enlace entre los dos mundos, el lugar de los colonos, sí, pero en cierto sentido (y ojalá por mucho tiempo) el último lugar de los colonos. El inicio de ese otro mundo.

San José del Guaviare (antes llamado Viso-mutop). El final de un mundo, el inicio de otro mundo.

Siento que me quedo corto ante el esplendor de la novela, de Gente que camina / Bíita Kawéni i chajyʉ’ bejnit, de Mariela Zuluaga. Es sencillamente una de las novelas más originales y singulares y poéticas que he tenido el placer de leer en mucho, mucho tiempo.

de las babas del diablo

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con el pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Cóntax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.

Las babas del diablo – Julio Cortázar

(Llegué a este cuento por la película Blow Up de Antonioni, obviamente.)

[Agregado dos días después: releyendo (para mis alumnos) este pasaje del cuento de Cortázar me di cuenta que donde había escrito “con la Cóntax” debía naturalmente ser “sin la Cóntax”. Me sorprendió en mí mismo este error, que voltea completamente las cosas. Nadie me comentó nada – o bien conocían el pasaje y sencillamente lo registraron sin mirar detalles, o bien no lo conocían y les pareció extraño pero no sabían a ciencia cierta, o bien… ¿Cuántos errores aparentemente pequeños (dos letras) pero que cambian el significado habrán pasado en textos escritos por la humanidad?]


Ribeyro – sincronicidad(es)

Me pasaba más frecuentemente antes durante los viajes: el encontrar como por arte de magia obras para ir leyendo mientras pasa el viaje, mientras uno absorbe la luz, el aire del lugar y se deja llenar del pulso peculiar de cada sitio. No esperaba particularmente que sucediera en esta parte del viaje (la subida de la Costa del Pacífico peruano a la sierra de Áncash, ese viaje que sentí casi mítico mientras manejábamos por la bruma subiendo desde 0 hasta 4300 metros después de recorrer 250 kilómetros junto al mar por un desierto impresionante y haber tenido que ser rescatados de quedar casi completamente hundidos en la arena de una duna). No lo esperaba, y me impresionó ir leyendo algo que me permitió entender a dónde estábamos entrando, qué es realmente este lugar, este topos mágico de la sierra de Áncash, donde el quechua y el español conviven y muerden fronteras, donde uno puede estar a 4000 m de altura y aún sentir que hay cosas mucho, muchísimo más altas, alrededor. Donde hay tantos parecidos con lugares familiares (el altiplano cundiboyacense) pero a la vez tantos extremos distintos, en alturas, en presencia de otro idioma. Tantas similitudes dentro de tantas diferencias (o tantas diferencias dentro de tantas similitudes).

Al iniciar el viaje paramos por una librería en Trujillo, a ver qué llevábamos para esos momentos del viaje en que uno quiere leer algo. Era una librería estándar, una especie de pequeña sucursal de la Librería Nacional o algo por el estilo, nada del otro mundo. Pero ahí estaba la Crónica de San Gabriel, de Julio Ramón Ribeyro, un autor peruano que en principio no asociaba yo con esta región (y que en realidad no conocía sino por referencias externas – varios amigos dicen que es el mejor cuentista de toda la literatura latinoamericana) y que en realidad no lograba asociar ni con el boom, ni con lo anterior al boom, ni con nada… pensaba que debía ser un limeño de París (y estaba engolosinado con la poesía del otro peruano de París, Vallejo, de la que sí conocía algo ya).

Abrí la Crónica, y ahí estaba justo el viaje que estábamos iniciando. Por la costa peruana, por el desierto inclemente y brutal, hacia un lugar desconocido de la sierra. Nosotros, hacia Caraz en Áncash, él (o mejor dicho, el adolescente limeño medio perdido de la novela) hacia la hacienda San Gabriel, por Santiago de Chuco, en la parte de la sierra que correspondería a subir desde Trujillo.

En las paradas del viaje cuando se puede leer (esperando un desayuno, o tarde en la noche, o en alguna tarde después de caminata) devoré literalmente la Crónica. Fue crónica paralela de un viaje, pero fue a la vez [y aún más profundamente] la primera vez que logré establecer un vínculo sólido entre los autores anteriores al boom y esa avalancha de modernidad que llegó con los contemporáneos de Ribeyro.

La Crónica me trajo a la mente (de manera desordenada) 4 años a bordo de mí mismo de Zalamea (Eduardo), obra muy modernista para haber sido escrita hacia 1940, La Educación Sentimental (de Flaubert), las crónicas de Maupassant, muchos trozos de Ana Karenina de Tólstoi – cuando están en esas haciendas de miles de verstas y hay siervos y jóvenes y viejos y grandes comidas y reuniones y peleas y tensiones, el Retrato del artista adolescente de Joyce, con el joven dudando y tratando de armar su vida (pero con matices sexuales y sociales más latinoamericanos, de ahí la cercanía a 4 años), pero curiosamente la sentí muy moderna – como una narrativa con la energía y la apertura de posibilidades del siglo XIX, pero ubicada en esta geografía de la sierra peruana (valles, minas a 5000 m, cuchillas y precipicios absurdos, terremotos, nieve para donde mire uno, chacras, chicha de jora, maíz y tunas, quebradas y punas) y en un contexto social que no debía ser muy distinto del de ciertos ancestros míos, gente de tierras de Boyacá pero con la hacienda disgregándose por mil razones nunca muy claras. Aspectos sociales del país atisbados durante la adolescencia fogosa, nunca entendidos de verdad, pero sí intuidos (en la Crónica, una revuelta de mineros indígenas, que asusta y siembra dudas en el personaje principal, pero no trae mayor consecuencia, como tantas revueltas que ha habido en estas sierras, o sus variantes del altiplano allá).

Ribeyro era amigo (o enemigo, o polemizaba con, o criticaba a, o …) de muchos de los autores consagrados del boom. Su maestría narrativa es reconocida por muchos (cuando dicen que es el mejor cuentista o mejor narrador latinoamericano pueden no estar exagerando mucho), pero a la vez no parecía estar situado en los grandes ríos de García Márquez o Vargas Llosa o Alejo Carpentier o Lezama Lima. Parecía estar situado en cierta marginalidad muy parisina, muy irónica y a la vez sencilla, que hizo que lo sintiera increíblemente fresco y novedoso para leer en 2015. Lejos de la grandilocuencia y el armar mundos inmensos de sus contemporáneos del boom, Ribeyro (o por lo menos el de la Crónica que es un Ribeyro muy inicial) parece tener la clave para entender cómo se puede pasar de La Vorágine a Cien Años de Soledad, o de 4 años a bordo de mí mismo a El Coronel no tiene quien le escriba: Ribeyro escribe algo que habla de tú a tú con los anteriores [a través de los rusos y franceses del siglo XIX, tal vez] y con los posteriores, sus contemporáneos.

Fuimos caminando a un pueblo que resultó ser absolutamente idílico – un pueblo donde tal vez el 80% de lo que se habla es quechua, y está ahí subiendo por un valle lateral mágico, subiendo desde el Callejón de Huaylas. Llegamos a ese pueblo y nos regaló un señor unas tunas rojas, unas naranjas, unas limas, unas paltas minúsculas (con sabor a anís), unas manzanas. Hablaba con su mamá en quechua mezclado con español, con nosotros en español con inflexiones y conjugaciones que muestran que no es su primer idioma. Nos invitó a volver cuando quisiéramos a su pueblo pequeño de casas de adobe que parece anterior a todo.

La caminata a ese pueblo implicó el paso por el infierno: un basurero y una mina (no sabíamos que estaban ahí), saliendo de Caraz. Baja uno bastante para pasar el cañón del Río Santa y deja uno arriba el verde increíble, se mete uno pasando por la basura entre una mina de carbón. Un escenario para una escena macabra de película de policías corruptos en Arizona en la frontera con México. Y sube uno y abandona el infierno y empieza a encontrarse con las chacras y las tunas y los bosques y las quebradas y el sonido del quechua y el fluir extrañísimo del tiempo en la parte alta de esos valles.

La Crónica de San Gabriel captura algo que me permite ver todo eso de manera articulada, como una lectura paralela ubicada en los años 40, de vivencias en un lugar muy privilegiado del mundo en este (duro, se ve) 2015.

Vacíos culturales míos: Lem

golem-xiv-de-stanislaw-lem

Ya varias personas me lo habían indicado: mi vacío cultural al no conocer a Stanisław Lem es escandaloso. Javier Moreno, Roman Kossak, mi padre, entre otros, me habían hablado tanto de Lem, que me parecía un poco vergonzoso no haber leído nada de él aún.

En la Feria del Libro de Bogotá hace una semana había (en el puesto de Siglo del Hombre Editores) una cantidad inmensa de libros interesantes, a muy buen precio. Había varios de Lem, editados en Impedimenta: libros bonitos, que se ven confiables – no puedo juzgar la traducción al no saber polaco, pero hasta ahora la lectura ha sido una inmersión en un universo mental constantemente sorprendente, constantemente abrumador y a la vez lleno de opiniones con las que normalmente estaría en desacuerdo fuerte, pero están formuladas de manera tan convincente y certera que me obligan a replantear mis propias respuestas.

Eso último es una señal del nivel increíble de Lem. Aparente “ciencia ficción” (situada en un futuro cercano, con Golem XIV, un computador originalmente programado para fines militares, que logró generar él mismo nueva inteligencia, a niveles impresionantes que lo hicieron dejar atrás, muy atrás, nuestro limitado nivel de humanos – y decidió abandonar los estrechos fines originales para los que había sido construido).

En realidad, más allá del nivel “ciencia ficción” el libro es un verdadero tratado filosófico, en este caso sobre la historia de la inteligencia humana, sobre su evolución y adaptación desde el Paleolítico (aparentemente tan lejano de nosotros, pero tan cercano desde el punto de vista de Golem XIV), sobre la invención de las culturas a lo largo de esa evolución, sobre lo sentimental/emocional en la construcción del “yo”, y la posibilidad (y necesidad) para una máquina como Golem XIV de simular esas dos categorías.

“Desde el punto de vista de vuestro paleolítico, el ser humano es casi tan perfecto como desde el punto de vista de vuestra tecnología actual. Y esto se debe a que el progreso acumulado entre el paleolítico y el cosmolítico es muy pequeño comparado con la concentración de inventiva ingenieril aplicada a vuestros cuerpos. Al no poder crear a un Homo sapiens artificial de carne y hueso, ni mucho menos a un Homo superior, de la misma manera en que no hubieran podido lograrlo los cavernícolas, simplemente porque la tarea -tanto ahora como entonces- resulta impracticable, admiráis la tecnología evolutiva por haber conseguido dar saltos de tamaña magnitud.

Sin embargo, la dificultad de cualquier tarea es relativa, dado que depende de la destreza motivadora del evaluador. Insisto en recordaros que voy a aplicar al ser humano medidas tecnológicas, es decir, reales, en lugar de términos provenientes de vuestra antropodicea.”

Golem XIV, en Golem XIV de Stanisław Lem – año 2027

nedhepburn:

Six Tips on Writing from John Steinbeck

  1. Abandon the idea that you are ever going to finish. Lose track of the 400 pages and write just one page for each day, it helps. Then when it gets finished, you are always surprised.
  2. Write freely and as rapidly as possible and throw the whole thing on paper. Never correct or rewrite until the whole thing is down. Rewrite in process is usually found to be an excuse for not going on. It also interferes with flow and rhythm which can only come from a kind of unconscious association with the material.
  3. Forget your generalized audience. In the first place, the nameless, faceless audience will scare you to death and in the second place, unlike the theater, it doesn’t exist. In writing, your audience is one single reader. I have found that sometimes it helps to pick out one person—a real person you know, or an imagined person and write to that one.
  4. If a scene or a section gets the better of you and you still think you want it—bypass it and go on. When you have finished the whole you can come back to it and then you may find that the reason it gave trouble is because it didn’t belong there.
  5. Beware of a scene that becomes too dear to you, dearer than the rest. It will usually be found that it is out of drawing.
  6. If you are using dialogue—say it aloud as you write it. Only then will it have the sound of speech.

‘Cannery Row’ is one of the best books, and ‘Of Mice & Men’ can make a grown man cry. Steinbeck was a legend. Also; the third point here is vital, stellar advice.

Vidas perpendiculares (Álvaro Enrigue)

… de modo que debería haber sabido desde el principio que uno no puede esperar sólo beneficios de una criolla mexicana, sobre todo cuando cuenta con la asesoría de una mujer como la abuela de Jerónimo, que pertenecía a una de esas familias que han sobrevivido a todas las guerras sin salir de la lista de terratenientes mediante la administración estratégica del útero de sus niñas…

Vidas perpendiculares – Álvaro Enrigue

Un recorregut en imatges per l’exposició del CCCB “La Trieste de Magris”.

De nuevo el CCCB me sorprende. En septiembre de 2010 terminé yendo a ver la exposición Laberints/Laberintos con Rami – y la manera de armar el recorrido nos sorprendió mucho a ambos. Yo iba medio escéptico, Rami seguramente aún más, y terminamos muy contentos de haber visto la exposición.

Esta vez María Clara me habló tanto de esa exposición (que vio al principio de la semana), de la multiplicidad de idiomas, de culturas, de religiones, de mundos que tenía Trieste, y de la presencia de Magris, Svevo, Joyce, la ciudad y su multietnicidad temprana, como un laboratorio de lo mejor posible en este mundo, que no pude no ir. No tenía tanto tiempo, pero terminé recortando una que otra esquina del tiempo – llegar un poco tarde a cita con Zenaida y María Clara a almorzar en L’antic forn, etc. para ver eso.

Y me impresionó muchísimo ver los recuentos de Magris, de Svevo, de Joyce [sus cartas eróticas a Nora son deliciosas de leer], de los psiquiatras que decidieron no aplicar corrientazos sino trabajar directamente con el paciente, el experimento de poder estar juntos con gente hablando en polaco, serbo-cróata, checo, húngaro, rutenio, friuliano, alemán, y hasta italiano en el mismo lugar. El horrible discurso que dio Mussolini en la Piazza dell’Unità declarando la importancia de la “superioridad o inferioridad” de distintas razas, cuando la ciudad consistía justamente en esa posibilidad de lo que hoy llamaríamos multietnicidad, y la aparente respuesta robusta (?) que dio Trieste a esa locura del siglo XX.

La presencia del viento, la bora, del mar.

Marías, sobre el hablar

… Hablar, mucho más que pensar, es lo que tiene todo el mundo a su alcance (…) y es lo que comparten y han compartido siempre los malvados con los buenos, las víctimas con los verdugos, los crueles con los compasivos, los sinceros con los mentirosos, los pocos listos con los muchos tontos, los esclavos con los amos y los dioses con los hombres. (…) Hasta tal punto es lo único que nos iguala que llevamos siglos creándonos todos diferencias leves, de pronunciación, de dicción, de entonación, de vocabulario, fonéticas o semánticas, para sentirnos cada grupo en posesión de un habla que los demás desconozcan, de una contraseña para iniciados. No es sólo asunto de las clases antiguamente llamadas altas, deseosas de distinguirse y desdeñosas con el resto; también las que se llamaron bajas han hecho siempre lo mismo, su desdén no ha ido a la zaga, y así se han forjado sus jergas …

(Javier Marías, en Tu rostro mañana; I-Fiebre y Lanza)

(En ese pasaje, Jacobo/Jaime/Iago/Diego/Jacques/Jack Deza tiene una conversación con Wheeler/Rylands, sobre la propaganda anti-conversación que hubo en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. Es uno de los (varios) puntos altos de la novela.)

Del amor a otros demonios: Dos supuestos errores matemáticos de Borges

Este es un _excelente_ post de Pedro Poitevin:

poitevin:

A fines del año pasado, en el blog de Tim Gowers, Barry Cunningham trajo a colación un supuesto error matemático de Borges, error que él detectara en alguna traducción al inglés de El Aleph en que aparece la siguiente acotación acerca del símbolo que da nombre al cuento: “… it is the symbol of…

Del amor a otros demonios: Dos supuestos errores matemáticos de Borges

newyorker:

In response to Robin Marantz Henig’s piece about emerging adulthood in the Times, which describes twenty-somethings who flit from job to job and relationship to relationship and live in their childhood bedrooms, The Book Bench has compiled a list of novels for the “emerging adult.” Here’s number three:

“Flaubert’s classic Sentimental Education might be deemed an epic of distraction. We follow the protagonist, Frédéric Moreau, from youth to old age, but he is a quintessential ‘emerging adult,’ who never fully emerges. Obsessed with the married and unobtainable Madame Arnoux, he can never commit to a woman, stringing along mistress after mistress, running through friends and money. The title is at least partially ironic: there is an education of the emotions here, but it doesn’t take.”