« Je la voyais aux différentes années de ma vie occupant par rapport à moi des positions différentes qui me faisaient sentir la beauté des espaces interférés, ce long temps révolu, où j’étais resté sans la voir, et sur la diaphane profondeur desquels la rose personne que j’avais devant moi se modelait avec de mystérieuses ombres et un puissant relief. Il était dû, d’ailleurs, à la superposition non seulement des images successives qu’Albertine avait été pour moi, mais encore des grandes qualités d’intelligence et de cœur, des défauts de caractère, les uns et les autres insoupçonnés de moi, qu’Albertine, en une germination, une multiplication d’elle-même, une efflorescence charnue aux sombres couleurs, avait ajoutés à une nature jadis à peu près nulle, maintenant difficile à approfondir. Car les êtres, même ceux auxquels nous avons tant rêvé qu’ils ne nous semblaient qu’une image, une figure de Benozzo Gozzoli se détachant sur un fond verdâtre, et dont nous étions disposés à croire que les seules variations tenaient au point où nous étions placés pour les regarder, à la distance qui nous en éloignait, à l’éclairage, ces êtres-là, tandis qu’ils changent par rapport à nous, changent aussi en eux-mêmes ; et il y avait eu enrichissement, solidification et accroissement de volume dans la figure jadis simplement profilée sur la mer. Au reste, ce n’était pas seulement la mer à la fin de la journée qui vivait pour moi en Albertine, mais parfois l’assoupissement de la mer sur la grève par les nuits de clair de lune. »
Proust, La prisonnière (p. 572)
De la inmensa variedad y profusión de pasajes en À la recherche que tienen que ver con las capas del tiempo, con sus interacciones y dudas, sus superposiciones y transposiciones, sus sumideros y puntos de conexión, sus nexos y polos (su sistema dinámico, diríamos tal vez en matemáticas), este me parece condensar de manera muy poderosa el tiempo y las imágenes, su variación y su acción.
Lo traduzco (un poco al vuelo): «La veía ocupando con respecto a mí, en los distintos años de mi vida, posiciones distintas que me hacían sentir la belleza de los espacios interferidos, ese largo tiempo ido, en que me había quedado sin verla, y sobre cuya diáfana profundidad la rosa persona que tenía yo ante mí se perfilaba con sombras misteriosas y un poderoso relieve. Se debía, entre otras cosas, no solo a la superposición de las imágenes sucesivas que Albertine había sido para mí, sino también de las grandes cualidades de inteligencia y corazón, de los defectos de personalidad, unos y otros insospechados por mí, que Albertine, en una germinación, en una multiplicación de sí misma, una eflorescencia carnuda de colores oscuros, había agregado a una naturaleza antaño prácticamente nula, ahora difícil de volver más profunda. Pues los seres, aún aquellos en quienes hemos soñado tanto que no nos parecían más que una imagen, una figura de Benozzo Gozzoli que se destaca sobre un fondo verdoso, y de los cuales estábamos dispuestos a creer que las únicas variaciones se daban por el punto en que nos situábamos para mirarlos, por la distancia que nos separaba de ellos, por la iluminación, esos seres, mientras cambian con respecto a nosotros, cambian también en sí mismos; y había sucedido un enriquecimiento, una solidificación y un crecimiento de volumen en la figura antaño simplemente perfilada sobre el mar. Por otro lado, no era solamente el mar al final del día el que vivía para mí en Albertine, sino a veces el tranquilizarse del mar sobre la gravilla en las noches de claro de luna.»
Proust usa palabras como superposición, germinación, multiplicación de sí, iluminación, enriquecimiento al describir el proceso de Albertine a los ojos del narrador, su cambio a través de los años. La acumulación/sedimentación de defectos de personalidad, pero también de cualidades de inteligencia y de corazón (la pareja dual de Pascal razón/co-razón que Zalamea nos enseña a detectar y percibir en tantos otros lugares de la interacción entre matemáticas y mundo) terminan generando el proceso de sedimentación del tiempo en una persona.
El verdadero canto de amor a Albertine (lanzado cuando el narrador cree que ya no la ama, pero que le hace falta hasta el punto de haberla básicamente encerrado so promesa de matrimonio en su apartamento de París) es tal vez el reconocimiento (¿mucho más tardío?) de todos estos cambios, de todas las superposiciones y germinaciones, que tornaron a quien era la más bella jeune fille en fleur muchos años antes en este ser mucho más sofisticado, inteligente, variado – en gran parte por acción del narrador. La jeune fille en fleur de años (y libros) muy anteriores (À l’ombre…) era una adolescente que pasaba veloz por la playa de Balbec cuando el narrador aún era muy joven y tímido, cuando no tenía el poder de interceptar su paso fugaz… y luego, muchos años después, ya ni joven ni tímido, termina encerrándola en su apartamento de París, hasta que…
(Es doloroso leer esos pasajes sabiendo cómo se desintegra todo después, cómo la vida esencialmente ya pasó cuando uno finalmente se da cuenta de quién era tal persona, quién era uno, quién es.)
El presente es lo único que existe, me recuerda Arturo Sanjuán en su Mastodon. Y sí. Este pasaje (y el contexto de novelas antes y después) son un recuerdo fuerte de ese hecho.
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